sábado, 7 de noviembre de 2009

Sobre la oscuridad

I

La mera verdad ya ni me acuerdo cuántas veces he dormido en el metro. Pero sí se que lo hice por necesidad, señor. Verá usted, en días húmedos y culeros como estos, ¿a poco le gustaría dormir al sereno afuera de las estaciones, en las calles o en los parques? El metro es el mejor lugar para echar la jeta. Es oscuro y su vaivén arrulla a cualquiera.

Las primeras veces que lo hice fue por error y descuido. Acostumbraba a subirme en las tardes, y tanto era mi cansancio que de volada me quedaba jetón. Eran sueños de terminal a terminal. A veces venía el buen samaritano y me despertaba, muy amablemente, para que no fuera a quedar encerrado.

Jajajaja, sí, me he quedado encerrado. Te digo, al principio todo era sin querer la cosa. Después se convirtió en sin querer queriendo. Una vez me pasó que desperté y estaba solo en todo el vagón. Me llevó un buen rato darme cuenta que estaba encerrado. Despuesito el metro se volvió a mover y me sorprendió ver que nos parábamos en los andenes de Barranca. Salí más tranquilo y me relajó el viento que entra de los respiraderos. Por ahí vi que ya había oscurecido.

Esta sí que no puedo olvidarla. Aquel día venía yo muy pedo, no había parado de beber desde hacía tres días. Como era de esperarse, la ebriedad me cobró factura. Nuevamente me desperté solo, pero esta vez no sabía si en verdad lo había hecho ya que estaba más oscuro que mis ojos cerrados.

Las luces estaban apagadas, de igual forma las que alumbraban al túnel. Apenas y se oía algo de fuera. Era tal mi desesperación que jalé una de las palancas de emergencia: nada pasó. No podía abrir ninguna puerta ya que el túnel era tan angosto que si salía me quedaría atrapado.

Lo más angustiante era el chillido de las ratas. Esos pinches animales que nacen ciegos en las bóvedas del metro. Roen todo lo que se les atraviesa. No le tienen miedo al hombre ya que su territorio no lo comparten con ellos. Estuve llorando y pidiendo perdón a todo lo que se presentaba en mi mente, mientras sentía cómo se me agazapaban por todo el cuerpo.

II

En la tarde, cualquier hora es “hora pico”. En una de ésas, iba yo a mi trabajo. Abordé el tren en Mixcoac para bajarme en Tacuba. El vagón ya estaba repleto. No se cómo pude conseguir asiento entre tanto gentío que apaña el mínimo espacio.

Gradualmente, varios personajes abordaron el metro durante mi recorrido de 8 estaciones. En Tacubaya, subieron unos albañiles que venían de rayar. Su olor los delataba.

En Auditorio subieron un grupo de extranjeras. Eran todas mujeres jóvenes, rubias, altas, bellas y exóticas. Con lentes oscuros ocultaban sus miradas de ojos claros a los pasajeros; mientras que la concurrencia varonil las devoraba de arriba abajo. Yo por mi parte lo hacía discretamente: los vidrios de las puertas y las ventanas, en la oscuridad de los túneles, funcionan perfectamente como espejos.

En Polanco subió una comitiva de oficinistas. Los hombres sudaban copiosamente y los cuellos de sus camisas absorbían la secreción salada. Las mujeres, en cambio, se veían frescas. Sus faldas gruesas y sus blusas de tela barata, casi transparente, ceñían las siluetas de sus cuerpos: había curvas que se antojaban palpables y otras que se apreciaban desbordantes.

Fue entre San Joaquín y Tacuba donde el metro se paró repentinamente a unos cuantos metros de llegar a la estación de correspondencia. La gente titubeó: algunos dejaron de leer, otros se despertaron de súbito, las parejas se separaron y los grupos interrumpieron su charla.

Cuando todos querían reanudar lo que estaban haciendo, se fue la luz de todos los vagones. La muchedumbre soltó una exhalación que se oyó a jadeo. Fue un instante decisivo para el viaje.

Se armó un tremendo jaleo en el vagón donde yo estaba. Se escucharon gritos, chiflidos y pasos por doquier. No se cuánto tiempo pasó en tal condición. Lo único que imperaba era confusión y tensión grupal. Y así de improvisto, se hizo la luz de nuevo. El resplandor expuso a todos por igual.

Los albañiles aun toqueteaban a las secretarías mientras que otros se les arrimaban a las extranjeras. Los oficinistas le echaban pleito a quienes no tenían nada que ver con el tacto lacerante. Las parejas de novios seguían enfrascadas en su mamaseo. Los pequeñines seguían durmiendo en su sueño pesado. Un chavo, semirrapado y con un escapulario de tamaño natural de la santa muerte, inhalaba copiosamente algo que llevaba entre sus manos. Y los que íbamos solos nomás mirábamos.

Al verse expuestos, los pasajeros guardaron sus distancias de nuevo. Otros seguían enfrascados en manoteos y gritos. Por fin el tren reanuda su marcha y permite el descenso en el transbordo. Y es que todos somos como las fotografías, nos revelamos en la oscuridad.

2 comentarios:

Ismael dijo...

Excelente, sin más…

Kin dijo...

Es bueno muchachón